La tierra, último asalto a África
Por Gerardo González Calvo
(Madrid, 16 de septiembre 2017)
El actual acaparamiento de tierras en África por multinacionales del sector alimentario es una fase más de la explotación de recursos africanos y un nuevo aspecto de lo que he llamado “la tercera colonización”. Alguien me preguntó, cuando publiqué un libro con este título, por qué la tercera colonización. Le respondí que, desde mi punto de vista, ha habido en África tres grandes períodos en los procesos colonizadores:
La primera colonización: el período que abarca la exploración y conquista, que tiene su apogeo en la Conferencia de Berlín (1884-1885), donde se produce el reparto de los territorios entre las potencias coloniales, y culmina en los años sesenta con los procesos de independencia. Se produjo entonces, además de la intensiva explotación de materias primas, la introducción del monocultivo en las tierras colonizadas con consecuencias nefastas, como muy bien ha explicado el agrónomo francés René Dumont en su famoso libro El África negra ha empezado mal. Yo diría más bien que “la empezaron mal” los colonizadores o el hombre blanco que, como señala el propio Dumont, “ha explotado sin ninguna vergüenza este continente negro, principalmente mediante la esclavitud y el comercio de trata, seguido de la colonización”. Y es que África, sobre todo a partir de la trata de esclavos, no se hizo a sí misma; la fueron haciendo los colonizadores a tenor de sus intereses y no de sus pobladores.
La segunda colonización: el control político y sobre todo económico de los nuevos países soberanos por las antiguas metrópolis o neocolonización. Ni a Gran Bretaña, ni mucho menos a Francia –que eran las dos grandes potencias colonizadoras en África– se les pasó por la imaginación conceder la soberanía política a sus colonias africanas para que pudieran explorar y explotar sus recursos económicos. El objetivo de estas potencias era otorgar la independencia política a sus colonias africanas para seguir controlando mejor –eliminadas las presiones internacionales y acallados los movimientos independentistas– las cuantiosas materias primas del continente. El propio Charles De Gaulle lo señala sin el menor rebozo en sus memorias. Se trató, por tanto, de una independencia no solo otorgada, sino muy limitada, sometida a los intereses de las exmetrópolis.
Esta doble injerencia política y económica convirtió a los países africanos en meras sucursales del antiguo poder colonial. Las amarras eran tan fuertes que cuando un dirigente intentaba cortar alguna cuerda para liberarse de la presión, se encontraba con una revuelta bien organizada. Esto ocurrió, incluso muy recientemente, en Congo-Brazzaville en 1997 y en Costa de Marfil, en septiembre de 2002. El historiador y gran africanista español José Luis Cortés ha contabilizado más de cien golpes militares en África desde 1960, el año del boom de las independencias.
La tercera colonización: se produce con la entrada en el escenario africano de las grandes potencias no colonizadoras, sobre todo la antigua Unión Soviética y Estados Unidos, y la posterior presencia de los países emergentes, como Brasil, la India y principalmente China.
En esta tercera colonización se ha incrementado la explotación de recursos mineros, hidrocarburos y minerales estratégicos, como el coltan (acrónimo de columbio-tantalio). Y se está completando con la adquisición de tierras.
Diré, antes de entrar en la cuestión principal, que África se ha convertido en un gran objeto de deseo, como demuestra lo sucedido en la República Democrática de Congo. Lo resumió con pocas pero precisas palabras el profesor y político congoleño Ernest Wamba dia Wamba, cuando era dirigente de la Asamblea para la Democracia Congoleña durante la Segunda Guerra del Congo (1998-2003): “Se ha creado en Congo una economía del pillaje. Todo el mundo ha robado a los congoleños, que no se han beneficiado nunca de sus propios recursos”.
Esta amarga constatación de lo sucedido en Congo, ya desde finales del siglo XIX cuando era propiedad privada del rey belga Leopoldo II (¡qué paradoja o desvergüenza que se llamara Estado Libre de Congo!), es aplicable a toda el África subsahariana. Estremecedora y aleccionadora la novela de Mario Vargas Llosa El sueño del celta.
Los conflictos y las guerras que han sacudido al continente africano, con su cohorte de muertes, hambrunas, desplazados y refugiados, han favorecido el expolio de las materias primas, que han servido para el desarrollo del Norte y, desde hace pocos años, también de Brasil y de los países emergentes de Asia.
El problema de la tierra
A la nueva fase de la colonización con el acaparamiento de tierras, consentida por muchos dirigentes africanos, dedico el capítulo “Un bien llamado tierra” en mi nuevo libro aparecido hace una semana y titulado: La tierra, último asalto a África.
Diré de antemano que el acaparamiento de tierras tiene una relación directa con lo que el geógrafo francés Pierre George denomina producción especulativa a escala mundial. Citaré una vez más el libro de René Dumont: “En el régimen de propiedad tradicional, la tierra no puede cederse a los extranjeros; si algunos jefes lo han hecho, ha sido infringiendo la costumbre… si la tierra se cede libremente al mejor postor, se concentraría rápidamente en las manos de quienes tienen el dinero, es decir, en las de la casta privilegiada”. Y añade en otro lugar: “Este derecho [se refiere al derecho de la propiedad y utilización del suelo] no debería ser, de ningún modo, negociable a voluntad. Un mercado de tierras libre, consecuencia de un derecho ilimitado de venta, parece ser muy peligroso”. Dumont escribió esto en 1963. Existe también un factor social muy importante. Subraya el etnólogo, antropólogo y sociólogo francés Georges Balandier en su libro África ambigua (publicado también en 1963): “En África la circulación de los seres antes que la de los bienes compone el tejido de las relaciones humanas”.
Winston Churchill cuenta en su libro Mi viaje por África (1908) que siempre experimentó “una ferviente gratitud por no haber poseído nunca una yarda cuadrada [algo menos de un metro cuadrado] de esa perversa mercancía llamada tierra”. Y subraya a continuación: “No obstante, debo admitir que, viajando por estas regiones [del África Oriental británica] he comprendido en qué consiste el ansia de poseer tierra por primera vez en mi vida”.
Esta ansia de Churchill, mientras viajaba por África cuando era subsecretario de Estado para las Colonias británicas, parece haberse apoderado de muchos países y empresarios, sobre todo a partir de 2008, debido a una espectacular subida del precio del arroz. Los precios de este cereal en los países en vías de desarrollo se incrementaron hasta en un 90 por ciento en el tercer trimestre de 2007 y en el mismo trimestre en 2008, con una variación promedia interanual de cerca del 30 por ciento. Se suele dar la fecha de 2008 como el comienzo del progresivo acaparamiento de tierras.
En un informe de Oxfam titulado Tierra y poder, publicado en septiembre de 2011, se asegura que, desde principios del siglo XXI, los gobiernos de países en desarrollo han arrendado, vendido o están negociando con inversores extranjeros la cesión de unos 2,27 millones de kilómetros cuadrados de tierras (227 millones de hectáreas), lo que equivale a casi cuatro veces y media la extensión de España. Los inversores son en gran parte originarios de Occidente (Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Noruega, Bélgica, Dinamarca), Japón, China, India, Arabia Saudí, Kuwait y Corea del Sur. Según el Banco Mundial, la mayoría de los contratos se firmaron a partir de 2008; más del 70 por ciento de ellos se produjeron en el África subsahariana.
El hecho es que países como Mozambique, Sudán del Sur, Etiopía, Zambia, Liberia, República Democrática de Congo, Ghana, Mauritania, Senegal, Malí, Uganda, Kenia y Madagascar están cediendo grandes extensiones de tierra a firmas extranjeras. El gobierno etíope ofreció protección a las inversiones en cultivos comerciales y estableció un servicio de ‘ventanilla única’ para facilitar a los inversores la adquisición de tierras. Adjudicó a estos más de tres millones de hectáreas de tierras en el marco de un plan de desarrollo agropecuario que produjo graves violaciones de derechos humanos
En la mayoría de los casos, como sucedió en Etiopía, la adquisición de tierras conlleva la expulsión de ellas de las comunidades locales. Estas tierras son usadas con fines comerciales para producir agrocombustible o aceite de palma, o se utilizan para cultivar alimentos básicos como cereales o arroz que son exportados a otros países. Paul Conway, vicepresidente de Cargill, la mayor multinacional estadounidense comercializadora de grano del mundo, declaró en una entrevista a la cadena de televisión Al Jazeera que para resolver la crisis mundial alimentaria actual es clave “aprovechar mejor la tierra en África”. Es una manera de justificar la compra masiva de tierras en el continente africano o, dicho de otra manera, del agronegocio.
Lo que no dijo el Sr. Conway es que desde que comenzó la crisis alimentaria mundial, se han registrado cientos de conflictos, algunos de ellos muy violentos, entre las comunidades campesinas marginadas y poderosas empresas extranjeras, debido al acceso a las tierras.
No es nada nuevo. Quizá no se ha evaluado suficientemente que en Ruanda, por ejemplo, uno de los factores de la enemiga entre hutus y tutsis sea, además del control del poder, la posesión y la explotación de la tierra. De ahí el intento del presidente Paul Kagame de ampliar su dominio territorial al noreste de la República Democrática de Congo para explotar los recursos mineros y también los agrícolas.
Tampoco es de extrañar que hayan surgido conflictos. Michael Ochieng Odhiambo considera que esta compra masiva de tierra es una expropiación en toda regla, porque no se tiene en cuenta ni a la población ni las costumbres locales. Odhiambo es un abogado keniano medioambientalista, director ejecutivo del instituto “Reconcile” para la resolución de conflictos sobre recursos y autor del informe Presiones comerciales sobre la tierra en África para la Coalición Internacional de las Tierras. Odhiambo cree, asimismo, que “el acaparamiento de tierras consiste en la sustracción de campos rurales por parte de inversores internacionales para darles un uso comercial, al mismo tiempo que niegan el acceso a esas tierras a la gente que tradicionalmente las usaba para ganarse la vida”.
Estas poblaciones se convierten, en el mejor de los casos, en “trabajadores agrícolas sin tierra”, perdiendo su seguridad alimentaria y la oportunidad para su desarrollo. Otras veces, los habitantes son desalojados de sus tierras a la fuerza, como les ha pasado a los samburu de Kenia. Una vez más, a un pueblo indígena se le negó su derecho a vivir libremente de acuerdo a sus tradicionales formas de vida y en el territorio que históricamente les pertenece.
El pueblo samburu ha habitado durante cientos de años en el distrito keniano de Laikipia. Dos «organizaciones benéficas medioambientales», The Nature Conservancy y African Wildlife Foundation, con sede en Estados Unidos, pagaron dos millones de dólares por este territorio que oficialmente era propiedad del expresidente de Kenia, Daniel arap Moi. Poco después de la adquisición de las tierras por estas organizaciones, la policía keniana llevó a cabo violentas expulsiones de los samburu, prendiendo fuego a sus aldeas, robando y matando sus animales.
Por otra parte, estas expropiaciones de tierras están socavando el papel de la mujer en el desarrollo económico y muy especialmente en la producción de alimentos, como ha denunciado el movimiento internacional Vía Campesina, que agrupa desde su fundación, en 1993, a millones de campesinos, pequeños y medianos productores, pueblos sin tierra, indígenas, migrantes y trabajadores agrícolas de todo el mundo. “A pesar de que las mujeres -ha subrayado Vía Campesina- producen la mayoría de los alimentos en el mundo y de que son responsables del bienestar familiar y comunitario, las estructuras patriarcales existentes siguen provocando que ellas se vean despojadas de las tierras que cultivan y de su derecho a los recursos. Teniendo en cuenta que la mayoría de campesinas no tienen derecho a la tierra, están particularmente expuestas a sufrir desalojos”.
Ante la avalancha de compra de tierras en el Tercer Mundo y particularmente en África, el Banco Mundial elaboró en 2009 un documento sobre una Inversión Agrícola Responsable (IAR en siglas inglesas), con el respaldo del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo y la FAO. Al presentar la IAR, se subrayó que pretendía que todos ganaran, tanto los inversores como los que vivían en las tierras. Se podrían creer estos buenos propósitos, si realmente se cumplieran sus dos primeros principios:
1. Derechos a la tierra y a los recursos: deben reconocerse y respetarse los derechos existentes en cuanto a la tierra y a los recursos naturales.
2. Seguridad alimentaria: las inversiones no pondrán en riesgo la seguridad alimentaria; al contrario, la fortalecerán.
El documento fue un camelo. Muy pronto, 130 organizaciones y redes sociales de todo el mundo subrayaron que se trataba de una maniobra para legitimar el acaparamiento de tierras agrícolas con fines lucrativos. Poco después, el Relator Especial para el Derecho a la Alimentación de la ONU criticó públicamente estos principios de la IAR por ser “peligrosamente inadecuados” y subrayó: “Es lamentable que, en vez de ponernos a la altura del desafío que implica desarrollar la agricultura, de modo que sea más sostenible social y ambientalmente, actuemos como si acelerar la destrucción del campesinado global pudiera conseguirse de manera responsable”.
De hecho, en el Foro Social Mundial de Dakar, celebrado en febrero de 2011, los movimientos campesinos y las organizaciones ambientalistas, de derechos humanos y de lucha por la justicia social hicieron un llamamiento para rechazar los principios de la “inversión agrícola responsable”.
¿Cuál es el problema de fondo? Coinciden los analistas en que vastas extensiones de tierra no podrán ser utilizadas ni ahora ni en el futuro por agricultores, pastores, pescadores artesanales y nómadas, lo que supone una gran amenaza a sus derechos a la alimentación.
Los hechos cantan. Aproximadamente, el 70 por ciento de los más de mil doscientos millones de africanos viven de la tierra y trabajan en el sector agrícola. Todavía hoy, a pesar de la explotación de los hidrocarburos y de otras materias primas, la mayoría de las economías africanas dependen de la agricultura. Por otra parte, el acaparamiento de tierras afecta a los derechos de las poblaciones locales y es particularmente perjudicial para las mujeres, como señalé anteriormente.
Añadiré algo más. Es de capital importancia el papel desempeñado por la mujer africana para el cultivo de la tierra y para la comercialización de sus productos en el llamado comercio informal. Las mujeres son, en efecto, la clave para garantizar la seguridad alimentaria y la reducción de la pobreza en África. Por eso precisamente, en 2009 la Unión Africana adoptó el Marco y Directrices sobre la Política de Tierras en África, en el que se asegura: “Si las leyes y políticas han de revertir los desequilibrios de género en la tenencia y el uso de la tierra, es necesario revisar las actuales normas de propiedad de la tierra en el derecho tanto consuetudinario como estatutario, de forma que se garantice el acceso de las mujeres a la tierra y su control, respetando al mismo tiempo las redes familiares y otras de índole social”.
Las tierras en África no constituían tradicionalmente una propiedad privada, sino que estaban bajo el control y la discrecionalidad de los jefes de poblado. Era, por tanto, un bien mancomunal. Esto no significa, como muy bien ha señalado Kathambi Kinoti -coordinador de información de derechos de la mujer de la Asociación para los Derechos de la Mujer y el Desarrollo-, que toda la tierra estuviera disponible para cualquier individuo, sino que diferentes comunidades agrícolas y pastoriles étnicas o familiares poseían tierras y tenían derecho al acceso y al uso de las mismas. De esta manera, se garantizaba la soberanía alimentaria y se protegía a los pequeños productores de alimentos y a las poblaciones locales.
Es una realidad constatable que en África la expropiación de tierras para dedicarlas, por ejemplo, a cultivar agrocombustibles ha provocado el desplazamiento de decenas de miles de campesinos de sus tierras ancestrales, ha destruido la agricultura tradicional y ha encarecido el precio de los alimentos. Una minoría de inversores sin escrúpulos acrecienta sus beneficios, pero es, una vez más, a costa de arrebatar a los más desfavorecidos su medio de subsistencia y condenarlos a una pobreza todavía mayor. Esto es no solo un atropello, al que se pretende ahora dar marchamo de legalidad, sino también una usurpación en toda regla. Estas prácticas son una nueva forma de esclavitud.
Algunas puntualizaciones sobre los agrocombustibles. Como es sabido, los agrocombustibles que se derivan de cultivos de plantas incluyen biomasa, biodiésel y etanol. Suele esgrimirse a su favor que no contribuyen a las emisiones de carbono y que ayudan a combatir el calentamiento global, así como que reemplazan el uso del petróleo y de los combustibles fósiles.
Sin embargo, he leído en un comentario titulado “Agrocombustibles para los agronegocios”, elaborado por la REL-UITA (Regional Latinoamericana de la Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación):
1. Provoca la disminución de la la superficie cultivable para la producción de alimentos destinados al consumo interno, tanto humano como animal.
2. Origina un alza en el precio de alimentos y un aumento del hambre en el mundo.
3. Hay un incremento de los cultivos transgénicos y un riesgo de contaminación genética.
4. Favorece la erosión, la pérdida de fertilidad y la contaminación del suelo.
5. Produce una contaminación del agua por el arrastre de suelos erosionados y por el uso de agrotóxicos y fertilizantes.
6. Cuando son impulsados por las grandes empresas de los agronegocios, provoca además una mayor concentración en la propiedad de la tierra con el consiguiente desplazamiento de miles de agricultores.
Pescado, tierra y depredación
A mediados del siglo XX se hizo muy popular la consigna: “Dale un pez a un hombre y comerá un día; enséñale a pescar y comerá siempre”. Había otra versión parecida: “No le des pescado al pobre; dale una caña y enséñale a pescar”.
Este proverbio de origen oriental parecía muy adecuado. Con él se pretendía superar el concepto de una caridad mal entendida; pero entrañaba, a pesar de sus buenas intenciones, una falacia: daba por sentado que el pobre no sabía pescar y que, por tanto, había que enseñarle. O bien, que no tenía caña y había que proporcionársela.
Creo que es una propuesta paternalista, porque da por supuestas dos cosas: que nosotros, los del Primer Mundo, somos muy listos y ellos, los del Tercer Mundo, son unos ignorantes. El problema no es que las personas a las que llamamos pobres no sepan pescar, sino que les arrebatamos el pescado, como se escenifica en el aleccionador documental La pesadilla de Darwin.
En este documental, escrito y dirigido por Hubert Sauper en el año 2004, se ponen de manifiesto los desastrosos efectos medioambientales de la industria pesquera de la perca en la zona tanzana del lago Victoria. La perca del Nilo se introdujo en este lago en los años sesenta del siglo pasado para su reproducción, captura y posterior venta en Europa.
Se dijo entonces que iba a ser una importante fuente de desarrollo económico para la región; pero se ocultó que la voracidad de la perca acabó con unas 200 especies de peces del lago Victoria, muchas de ellas endémicas desde hacía unos 12.000 años, porque la perca del Nilo es una de las especies invasoras más nocivas del mundo. ¿Pasará lo mismo con las nuevas plantaciones para generar agrocombustible?
Tampoco se informó de que quienes pescaban y trabajaban en las factorías de la perca no la podían consumir, debido a su elevado precio, y que su producción estaba destinada exclusivamente a los mercados europeos. A los 15 millones de personas que viven a orillas del lago Victoria solo les dejaban -y les dejan- las espinas y las raspas de la preciada perca. El problema, en definitiva, no es cómo pescar, sino quién detenta la propiedad del pescado.
Algo similar está sucediendo ahora con la introducción en África de productos agrícolas, transgénicos o no, que tienen como objetivo abastecer las necesidades de los países ricos, bien sea para satisfacer las demandas alimentarias o de agrocombustible, como he señalado anteriormente.
Las multinacionales de alimentos se han volcado en la compra de tierras en África con el pretexto de hacerlas más productivas. Pero el problema es el mismo que con la explotación intensiva de la perca: ¿A quién beneficia? La realidad es que -como subrayé anteriormente- las poblaciones africanas que vivían tradicionalmente en las tierras ahora expropiadas se convierten en trabajadores agrícolas sin tierra, perdiendo su seguridad alimentaria y la posibilidad de conseguir su desarrollo. Además, se da la paradoja de que países africanos que pasan hambre están produciendo alimentos para nutrir a los habitantes y al ganado de los países desarrollados. Y otro drama más: no se promueven empresas de transformación in situ, que generarían además puestos de trabajo.
Hay ya muchos africanos que están denunciando esta nueva forma de colonización y, por tanto, de explotación, debido en parte a la anuencia o consentimiento interesado de algunos dirigentes locales, que se han convertido en grandes latifundistas, como el ya citado expresidente keniano Daniel arap Moi y también el actual presidente Uhuru Kenyatta, hijo de Jomo Kenyatta, padre de la patria y primer presidente de Kenia.
Muchos de estos denunciantes africanos forman parte, por ejemplo, de la Red de campesinos/as y Productores agrícolas de África Occidental. Gracias a ellos, se está tomando cada vez más conciencia de que únicamente la soberanía alimentaria garantiza una vida rural digna y de que el avaro acaparamiento de tierras, por parte de las multinacionales occidentales y de algunos países emergentes, está provocando un daño muy grave y tal vez irreversible a las presentes y futuras generaciones de agricultores y ganaderos africanos.
Aludí anteriormente a la lucha que están llevando a cabo algunas organizaciones africanas para defender el derecho a vivir y explotar sus tierras. En 2006, dos años antes de que se produjera el gran salto para acaparar las tierras africanas, el Tribunal Supremo de Botsuana falló que más de 2.000 de bosquimanos habían sido desalojados ilegalmente de la Reserva Natural del Kalahari Central y que podían recuperar sus tierras ancestrales. El portavoz de los bosquimanos, declaró a la salida del Tribunal: “Hoy es el día más feliz para nosotros los bosquimanos. Hemos llorado mucho, pero hoy lloramos de felicidad. Por fin, nos han dejado libres”.
Como se sabe, los bosquimanos son los habitantes más antiguos del África meridional, donde han vivido durante al menos 20.000 años en el desierto del Kalahari. En 1997 el gobierno de Botsuana comenzó a trasladar a los bosquimanos a campamentos fuera de sus tierras ancestrales, aduciendo que estaban destruyendo el medio ambiente.
Es un ejemplo de que es posible defender la tierra, incluso cuando los gobiernos se empeñan en ponérselo difícil. Por eso, la ONG Survival, defensora de los derechos de los nativos, subrayó que “el dictamen del Tribunal Supremo constituye una victoria para los bosquimanos de Botsuana y para los pueblos indígenas de toda África”.
Estoy convencido de que el derecho de los pueblos africanos a vivir en sus territorios ancestrales y a explotar su propia tierra está estrechamente relacionado con el derecho inalienable a la soberanía alimentaria. Ahora bien, los gobiernos y los campesinos africanos tienen que evolucionar e impulsar nuevas formas de explotación de la tierra, lo que permitiría, al mismo tiempo, hacer atractivo el campo a los jóvenes, obligados en las últimas décadas a emigrar a las grandes ciudades, donde engrosan la larga lista de parados. Al no tener ningún oficio ni beneficio, a muchos jóvenes solo les ha aquedado la perspectiva de llegar a Europa. Y en esas andamos.